sábado, 20 de julio de 2019

Saudades de la Luna

Ya es ayer, pero entonces era siempre.
José Luis Appleyard

Mi identidad de ciudadano del Mercosur se empezó a plasmar hace exactos 50 años.  Yo nací en Buenos Aires, pero en 1969 vivía en Mar del Plata.  Aquel año, las vacaciones de invierno fueron planeadas para visitar a la familia de mi mamá, en Paraguay, abuelo, tíos, primos, un mundo de gente nueva que yo no conocía. Tenía 7 años y se trataba de mi primer viaje al exterior, con pasaporte incluído, y en avión. Si para muchos niños de hoy la iniciación se dá con un viaje a Disney en Orlando, para mí, fue a Asunción. 

El viaje de ida fue terrible, porque descubrí dolorosamente el vértigo que me producen los aviones, vértigo que me persigue hasta hoy en día y apenas mitigo con Dramamine. Asunción se reveló como una ciudad colonial, exuberante de plantas y árboles, donde la gente habla cantando en español al que mezcla con palabras del guaraní. La excitación por conocer lugares y gente nueva se sumaba a la ansiedad por el primer alunizaje. Incluso en el aislado país del centro de América del Sur, las noticias de la mayor expedición desde Cristóbal Colón, inundaban los medios gráficos, las radios, la televisión y las calles.  

Nosotros estábamos hospedados en casa de una prima de mamá  lindera de la del artista Herman Guggiari. Incluso para un artista,  la epopeya lunar merecía atención. Recuerdo que junto con sus hijos, construyeron un modelo del Eagle, la nave que posó en la Luna, y lo colgaron del árbol más alto del jardín de la casa. Todos los días yo veía como el eagle de isopor bajaba un poco , aproximándose del suelo, en una forma simbólica de representar el Primer Viaje a La Luna.

El 20 de julio era el cumpleaños de Doña Susana, la madre de una tía de mamá. Así que la familia se reunió en la casa de tía Susanita, su hija, para soplar las velitas (creo que 90). En el patio de la casa, una decena de personas conversaba animadamente, nadie parecía prestar atención a un televisor encendido que traía imágenes del recientemente inaugurado Canal 9.  Yo, sin embargo, no podía sacar mis ojos de la pantalla.  Pero lo único que traía, era una imagen sin movimiento de un diorama de la escena que suponíamos iría a ocurrir en breve: el Eagle, dos pequeños astronautas y un paisaje agrestre y desértico, que representaba a la Luna. Una voz en off relataba los acontecimientos. Tardé en comprender que no habría transmisión en vivo, que Paraguay no contaba con conexión via satélite, que no podría ver a Neil Armostrong saltar del módulo lunar y decir su famosa frase.  La fiesta de cumpleaños terminó en algún momento, y al día siguiente comprobé que el módulo lunar de Guggiari ya no colgaba del árbol.  También había perdido la celebración simbólica.     

Al volver a Buenos Aires, previo paso para llegar a Mar del Plata, la conversación todavía se centraba en la gesta lunar.  Mi abuela afirmaba que habiendo tantos problemas en la Tierra, gastar fortunas para ir a la Luna era un despilfarro sin sentido, casi criminal.  Mi tío abuelo, Carlos, sin embargo, decía que todo se tataba de patrañas de los americanos, que las escenas se habían rodado en un set de filmación. Pero ni la crítica racional de mi abuela ni el escepticismo ingenuo de mi tío Carlos, pudieron refrenar mi excitación: habíamos llegado a la Luna! Y así lo escribo, en plural, porque me sentí parte de la aventura y esperaba algún día ser mucho más que un testigo.  


Esta historia que transcurrió entre Paraguay y Argentina hace exactos 50 años, fue mi bautismo en la complejidad de las relaciones interculturales.  La vida me llevó a otro país del Mercosur, Brasil, donde desde hace más de 20 años desarrollo mi actividad científica ligada al espacio. Y hoy recuerdo con saudades y una frase del poeta paraguayo J. L. Appleyard, un tiempo de mi niñez que para siempre estará ligada a un cohete, y tres hombrecitos  que dieron el primer paso en nuestro viaje a la estrellas. 

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